2021-10-15 06:23:24
Gracias a ella y a su simpatía natural, pronto me encontré incluida entre su grupo de amistades.
En la vivienda habitaba también la exquisita y delicada abuela de mi nueva amiga. Mujer de gran dignidad, respetada en el Madrid de entonces, poseía un título nobiliario de importancia además de gran estilo y cultura. La gente la admiraba, pero yo la temía, pues pronto percibí en ella un defecto que me resultaba muy incómodo: aquella dama criticaba a todo el mundo.
—¿Habéis visto a Fifí Cuevas?, —decía a su familia delante de mí sin ningún pudor—. ¡Qué vergüenza! Una viuda como ella y vistiendo con colores tan sólo un mes después de perder a su esposo. ¿Dónde llegará la juventud con estos pésimos ejemplos?
—Mamá, eres un poco anticuada, —respondía su hija, la madre de mi amiga, con cierta incomodidad.
—¡De antigua nada, insolente!
En otra ocasión la oí hablar mal de una amistad que, la verdad, siempre que venía de visita era cariñosa y amable.
—Qué poca dignidad tiene Elenita Pando, —criticó en cuanto se marchó—. ¡Se maquilla como si fuera una mujerzuela!
—Mamá, no es para tanto, —la intentaba defender su hija—. Toda la juventud lo hace ahora.
—¡Eso no es digno de la gente decente! —contestaba furiosa—. Me encargaré de que no la inviten a la puesta de largo de la hija de Maruca Castro-Viejo.
—Bueno... —asentía su pobre hija poniendo los ojos en blanco—. Haz lo que quieras, pero no me parece bien. Eso es una maldad y un día lo pagarás.
—¡Bah! ¿Qué sabrás tú?, —contestaba ufana.
—Pues a mí no me parece bien que...
—¡Bobería! —gritaba interrumpiendo a su hija para no tener que darle más explicaciones—. ¡Tráigame ahora mismo el café y las pastas! Las tomaré en mi salita porque aquí todo el mundo me lleva la contraria.
—Sí, señora marquesa, —respondía la doncella saliendo rauda hacia la cocina.
Durante mis primeros meses de estancia, todo fue sobre ruedas. Por las mañanas yo estudiaba en la universidad mi carrera de enfermería, mientras que por las tardes me encerraba para repasar los temas a la vez que disfrutaba con la compañía de tan elegante familia.
Quizá llevaba cerca de nueve meses cuando la abuelita criticona de mi nueva familia falleció de una forma inesperada y triste, a causa de un derrame cerebral, durante una montería en una preciosa finca de Gredos. El dolor que produjo esta pérdida en la familia fue enorme. Ya sabes lo que es que la vida te arranque de un soplo a un ser querido, así, de una manera tan precipitada. No se tiene entonces tiempo de despedirse en condiciones.
La enterraron al día siguiente en el cementerio de La Almudena de Madrid donde, por cierto, me agarré un gran resfriado debido a que ese día el clima era desapacible y helado. ¡Fíjate si hacía frío que hasta nevó! El entierro llevó su tiempo, pues varias personalidades famosas del Gobierno franquista acudieron y el sacerdote ofreció una larga homilía que terminó por helarme los huesos del todo.
En el regreso a la casa descubrí que tenía unas decimillas y por la noche no veas qué tos me entró. Y como dormía en el mismo dormitorio de mi nueva amiga, la nieta de la fallecida, pues la pobre no pudo pegar ojo. Y precisamente por esto se trasladó durante unas cuantas noches al cuarto de al lado, con la intención de regresar al dormitorio que compartíamos cuando yo dejara de toser de aquella manera.
El funeral celebrado una semana más tarde fue tan sonado y concurrido, que hasta salió anunciado en las páginas de una revista de sociedad que se llamaba Sol y Luna.
Y después ocurrió lo de siempre, que la gente se va para su casa, vuelve a su vida y a sus cosas y la familia del difunto se queda embriagada de una tristeza difícil de soportar. ¡Ah, cuánto lloró mi amiga! Y es que ella era un alma suave y buena, y a su abuelita la había querido mucho.
No se había cumplido ni la primera semana desde el fallecimiento de la marquesa, cuando una noche fría como el hielo me despertó un ruido extraño en el pasillo.
225 viewsLydia Figueroa, 03:23