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Comentario a Juan 3, 16-18: La primera gran fiesta | Algo del Evangelio

Comentario a Juan 3, 16-18:

La primera gran fiesta después de Pentecostés, después de celebrar que el Espíritu Santo se haga presente en la historia, siendo el que le da la vida a la Iglesia, el que le da el alma, y nos da vida a vos y a mí y nos mantiene ahora con deseos de amar y escuchar, de creer, de tener esperanza, celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad. Como para coronar, de algún modo, todo lo que venimos celebrando, creyendo y rezando a lo largo de todo este año litúrgico que cada año se repite en la Iglesia, pero que nos ayuda a refrescar y a revivir los misterios de nuestra fe, los misterios de Cristo. Dios, entonces, no es un Dios particionado, no es un Dios que está con distintos compartimentos, en discos rígidos, sino que, aunque nosotros tengamos que ir comprendiendo su misterio de a poco, Dios, en definitiva, es un Dios cercano, aunque esté más allá.
Cada vez que hablamos de Dios deberíamos tener en cuenta esto, de que él es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada vez que hablamos de Dios tendríamos que decirnos a nosotros mismos: esto que dije de Dios, ¿es Dios, o es algo de Dios o es lo que yo pienso de Dios? No es que es un poco Padre, un poco Hijo y un poco o algo de Espíritu. Aunque después celebremos una fiesta de Jesús y otra del Espíritu para ayudarnos a comprender, eso no debería desviarnos de lo esencial, de lo que Jesús vino a mostrarnos y a enseñarnos con su vida. Por eso esta fiesta es tan importante. Nuestra fe es un todo, un todo orgánico, un organismo vivo, donde todo tiene que ver con todo y, al desviarme en una cosa, al negar una, toco sin querer la otra, la disminuyo también. Me lleva inevitablemente a desviarme de la otra. Por eso, el cristiano es trinitario. No es solo cristocéntrico, no es solo con Jesús. No es ni solo Jesús, ni solo el Padre, ni solo el Espíritu. Cómo hacen ruido esas espiritualidades en la Iglesia que afirman solo una cosa: solo Jesús, solo el Espíritu, solo el Padre, o a veces ni siquiera el Padre, o solo María, o haciendo solo hincapié en una parte de nuestra fe. Eso nos debería hacer un poco de ruido. Somos de todos y todos son uno. Para eso es esta fiesta, para que no nos olvidemos del misterio más grande de nuestra fe, que no lo conoceríamos si Jesús no lo hubiese revelado, no lo hubiese enseñado, y por eso ya no es un misterio inaccesible, sino que se hizo más cercano a nosotros y aunque jamás podremos comprenderlo completamente, sí podemos acercarnos y dejarnos invadir por él. En realidad, el Misterio significa eso: se hizo accesible, pero, al mismo tiempo, permanece siempre, de algún modo, distante. No podemos amarrarlo a nuestra manera, hacerlo a nuestra medida.
Algo del Evangelio de hoy dice: «Sí». Sí, podríamos decir también nosotros, bien fuerte. «Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único». Es mucho mejor pensar en lo que Dios ama que en lo que Dios tiene para asustarnos. Por eso es lindo pensar en un Dios que ama tanto al mundo, a vos y a mí, en particular, y a todo lo que creó. Nos ama tanto que no quiso «quedarse encerrado», no quiso quedarse acuartelado para siempre, en la eternidad. Quiso salir, quiso venir a buscarnos, quiso abrirnos su corazón para que podamos maravillarnos algo de su gran misterio y podamos enamorarnos de su amor. ¿Cuál es el misterio? ¿Qué es un misterio? Retomo lo anterior. Para nuestra fe, hablar de misterio no es hablar de cosas misteriosas, en el sentido de que nadie puede conocerlas, absolutamente inaccesibles, ocultas, esotéricas, reservada para algunos iluminados, para los que piensan mucho, sino todo lo contrario. Que Dios sea un misterio quiere decir que se reveló, que se quiso mostrar a nosotros. Quiere decir que lo inaccesible se hizo accesible y por eso podemos conocerlo, que corrió el velo, y ahora lo podemos ver. Decir que Dios es un misterio, quiere decir que podemos conocerlo. ¿Lo sabías? Seguramente no, porque no es tan común pensar esto.