2021-09-05 15:58:53
Decimoquinto Domingo después de Pentecostés.
“Salía de la ciudad de Naim una mujer viuda acompañada de gran muchedumbre e iba a enterrar a su único hijo que acababa de morir. Jesucristo, lleno de compasión, hace que se detengan los portadores del féretro y le dice al joven muerto: “Yo te lo ordeno, levántate”. El joven se sentó y comenzó a hablar.
San Agustín nos comenta que nosotros solemos asombrarnos de la resurrección de un muerto y no es para menos. ¿Quién, jamás en la historia, tuvo semejante autoridad para con una sola orden resucitar a un muerto? Pero este santo nos dice que más debería asombrarnos el que la Iglesia resucite tantos muertos; los que estaban muertos a la gracia y vuelven a la vida por medio del sacramento de la penitencia, es decir, la confesión sacramental.
Santo Tomás de Aquino (s.XII), el más grande teólogo que ha tenido la Iglesia, afirma: “Dios, en el momento que perdona a una persona que estaba en pecado mortal, mediante la absolución de un sacerdote, utiliza más poder y grandeza que todo aquel que utilizó en el momento de crear el universo entero.”
Es por ello que resucitar a un muerto es un milagro mucho más pequeño que cuando el sacerdote perdona y absuelve a un pecador.
“Y para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder de perdonar los pecados, yo te lo ordeno (al paralítico): levántate y anda.” Y el paralítico comenzó a andar. San Lucas, V, 24.
Es llamativo, como cuando recién ordenado sacerdote, confesaba en la Iglesia de San Nicolás de París hasta 6 horas los domingos, sin apenas sentir cansancio. Es de lo más gratificante poder hacer tanto bien mediante el sacramento de la penitencia o confesión: consolar, ayudar, alentar, escuchar y hasta estremecerte con ciertos casos impresionantes que ni las más excelentes películas los sabrían representar: “La realidad supera a la ficción.”
Colas ante el confesionario de padres de familia, obreros, jóvenes, ancianos, cultos, ignorantes, jueces, abogados e incluso mujeres de la vida pública. Nunca olvidaré aquel hombre de mediana edad, culto, de elegante traje y que, en ese mismo confesionario, al terminar la confesión me miró por la rejilla, poniéndose de pie, firme, recto como el más correcto oficial castrense; me dijo con una solemnidad que aún me impresiona: “Yo le juro Padre, que nunca, ¡nunca dejaré de rezar por usted!” Y me lo volvió a repetir, por segunda y ¡por tercera vez…!Sencillamente le sugerí que no se conformase con confesar maquinal y rutinariamente, que podía en cada día y confesión dar pasos en firme para mejorar su persona y vida espiritual con algunas normas generales que escuchó con suma atención.
Es decir, cuando la confesión es practicada con seriedad y no sólo por cumplir, cuando no se despacha al penitente para que se marche lo antes posible, sino que se le escucha y aconseja con atención según la necesidad de su caso, los beneficios de este Sacramento de la Confesión pueden ser inmensamente grandes.
El Santo Cura de Ars pasaba hasta 18 horas al día en el confesionario y no le bastaba. Su fama era tal que venían de lejanas tierras a confesarse con él.
Es asombroso el poder que tiene un ángel, con todo, sin embargo, no tiene el poder de confesar el cual sí tiene un sacerdote.
Con toda razón San Agustín, Padre de la Iglesia, nos dice que nos deberíamos asombrar más de los milagros del confesionario que del milagro de un muerto resucitado.
“Y soplando sobre ellos les dijo: recibid el poder de perdonar los pecados; a aquellos a quienes se los perdonéis, les serán perdonados, a aquellos a quienes se los retengáis, les serán retenidos.”
San Juan, XX, 22.
Para que ahora los protestantes nos digan que lo de la confesión no está en la Biblia, que eso lo inventó la Iglesia, siglos más tarde…
Es de llamar la atención también, que el texto del evangelio nos relata que la mujer viuda iba acompañada por una gran muchedumbre. Lo cual significa que era muy apreciada y respetada en la ciudad de Naím.
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