2023-04-22 23:00:28
El apóstol nos da otro importante consejo para llevar una vida en el temor del Señor. Debemos recordar, dice San Pedro, “que no habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros padres con algo caduco, con oro o plata, sino con la preciosa sangre de Cristo, cordero sin tacha y sin mancilla”.
La meditación de esta profunda verdad puede refrenar en nosotros cualquier ligereza o frivolidad frente al pecado, pues, al considerar la Pasión de Nuestro Señor, recordaremos la magnitud de su amor y, a la vez, la gravedad del pecado. Estos dos aspectos marcan el alma y la mueven a evitar con sumo fervor cualquier pecado, para corresponder al amor que Dios le ha mostrado.
Hoy en día corremos el peligro de relativizar cada vez más el pecado. Es cierto que Dios se fija en lo bueno que hay en el hombre y que no lo mira simplemente en proporción de su pecado; sino que está a toda hora dispuesto a perdonar, en cuanto la persona muestre la mínima señal de querer convertirse. Pero esto no le quita gravedad al pecado, ni desmiente sus devastadoras consecuencias.
En ese sentido, el don del temor de Dios nos enseña el camino recto que hemos de seguir, para no caer –por un lado– en escrúpulos, teniendo una falsa imagen de Dios, como si fuera un Dios que a toda hora nos controla estricta y despiadadamente; y para evitar –por el otro lado– que nos volvamos demasiado relajados y laxos en relación con el pecado y lo relativicemos.
Podemos pedirle al Espíritu Santo que este don empiece a hacerse eficaz en nuestro interior. Éste nos mantendrá en un maravilloso equilibrio espiritual: vigilancia frente a las tentaciones procedentes de dentro y de fuera; y, a la vez, seguridad profunda y confiada en el corazón de un Padre lleno de amor.
De este modo también podremos afrontar sincera y abiertamente nuestras debilidades y pecados, reconociéndolos y presentándoselos al Padre, que siempre está esperándonos. Después del espanto y arrepentimiento que sentimos por nuestro pecado, viene la certeza del perdón de Aquel que nos ha comprado a precio de su sangre.
Además, en esta misma actitud podremos encontrarnos con las otras personas, sin relativizar sus pecados; ni tampoco, en el extremo opuesto, considerar que su vida ya es caso perdido. ¡Que el Espíritu Santo nos conceda la sabiduría para tratar con aquellos que están enredados en el pecado, ayudándoles a hallar el camino hacia el perdón, que es el único que los hará libres!
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